Sobre la exposición El camino de la mirada. Reynaldo Velázquez y amigos.
Ya
he dicho que considero la infancia como parteaguas de toda nuestra existencia.
Si algo sale mal o bien en esa etapa, el recuerdo permanece atemporal en la
menoría física y mental de cada ser humano. Personalmente a pesar de algunos
traumas de la niñez tengo por consuelo haber vivido momentos de mucha alegría y
curiosidad en varios de los museos del Distrito Federal de la mano de mi señor
padre, que aquí entre nos, su maestría en andar de pata de perro por toda la ciudad lo ha
convertido en el mejor guía para visitar parques, recintos históricos y
galerías.
A menudo
recuerdo las visitas al Museo del Templo Mayor. Mientras caminaba con mi papá
el olor a tierra antigua y las imágenes de cráneos tallados en piedra removían el
recuerdo de alguna de mis vidas pasadas, estoy segura. Aquellas figuras
fantásticas que a lo largo y ancho del museo resinifican la muerte iban tejiendo
en mi memoria una tela que aun resiste al tiempo. Por supuesto recuerdo el
Museo de la Ciudad de México, en primer lugar porque justamente viví mis
primeros años frente a él, ahí en República del Salvador, en segundo lugar
porque mucho tiempo después de haberlo visitado, soñaba recurrentemente con sus
salones de techos altos y de pisos de antiguas y rechinantes maderas. Así
podría mencionar más y más museos, casitas de la cultura y lugares donde hasta
un niño, y no por menospreciar el sentido estético de los niños, podía quedarse
boquiabierto por un buen rato. Por mi parte aquella sensaci
ón de inmovilidad y del tiempo estático frente a imágenes de
colores, esculturas y piezas que encajaban en eso que llamamos arte, permanece
como una de las mejores experiencias de mi vida.
Traigo a colación esta minuta familiar y museística porque justamente la semana
pasada fui, como ya no suelo hacer desde hace tiempo y no por falta de
interés créanme, a una muestra de talentos chiapanecos y uno que otro nacional en
homenaje al maestro Reynaldo Velázquez. Sin duda es un reconocimiento que ya se
veía venir por parte del terruño que vio nacer y crecer a este grande de la
escultura y el cuerpo humano. No hace falta decir que pocos como él han sabido
recrear en el lienzo y en la madera eso que nos hace humanos y dioses con la
sutileza de una mirada. Pocos han llevado a cuestas el peso que representa el
cuerpo, aquella caja de piel envolvente que atesora deseo, espíritu, dudas,
miedo, pasión y plenitud como lo ha hecho el maestro.
El
otro día Reynaldo dijo algo así “un artista es un mediador entre dios y el
mundo, por eso son tan necesarios” vaya que lo son, pensé mientras bajaba la
cabeza. Y ahora que lo pienso siempre tuve la impresión de que esos cuadros que
le quitaron la virginidad a mis pupilas cuando niña, eran como un vórtice que
me llevaba a otras dimensiones, allí donde los dioses se sientan a contemplar
la nada.
Esta conexión mágico misteriosa que guarda el acto creativo con lo
divino se repite en todas las escalas: cuando una madre da a luz, cuando un
poeta arma su mejor verso, cuando un niño aprende a leer, cuando un músico se
da cuenta de que interpreta el sonido de la eternidad o cuando un pintor relata
a todo color. Dar vida a las ideas no es cosa fácil, crear, animar cuando la
muerte y la destrucción acaparan las noticias de cada día es algo a lo que se
enfrentan con singulares recetas quienes hacen de la mirada, de la vista, su
modus vivendi.
Por
eso la importancia de estos lugares sagrados, donde no son cuadros los que
cuelgan de las paredes, sino nacimientos y partos de otras realidades; donde no
son esculturas las que se alzan en medio de la sala, sino la encarnación de la
vida a través de la muerte. Llámense museos, galerías, casas de la cultura,
estos lugares tienen, como los templos, la necesidad de mostrar más allá de
ideas y metáforas en relieve, toda una gama de posibilidades mentales y
existenciales a las que sólo podemos acceder entrando en ellos. En este sentido
cualquier museo, galería o lugar donde se hable y trate sobre las múltiples
realidades a partir de estilos y técnicas variadas, tienen la obligación moral
de exhibir actos creativos de calidad, concebidos con rigor, técnica, sentido
del color y de la forma, con un discurso que sea capaz de tocar al público
menos conocedor, trabajos que estén a la altura de aquellos que le acompañan.
Cuando no es así nos dejan a quienes acudimos a fin de contemplar y platicar
con lo que ahí se expone, confundidos y con la sensación de no haber saciado
nuestra sed de conocimiento y experiencia.
Desde
luego que para festejar que México y Chiapas cuentan con un auténtico narrador
plástico y escultórico de la vida como lo es Reynaldo Velázquez no se necesita
más que echar una ojeada a sus catálogos, menciones o ya de perdis buscar en la
Red algo de su obra, sin embargo yo ruego para que la próxima vez que se le
haga un reconocimiento y decida montarse una exposición en torno a su trabajo y
trayectoria a lado de sus “amigos” se haga a modo tal que uno pueda salir de la
galería sin preguntar quien pictes pintó aquello que agrede vehementemente a la
pupila. Creo que la labor de curar una exposición y seleccionar las piezas
que han de ser contempladas por gente como tú y como yo, que buscan con desesperación un respiro de esta realidad fluctuante,
debe ser tomada más enserio, sin miras aspiracionales, procesos burocráticos,
fuera del “quedar bien” que tanto daño hace y con mayor profesionalismo que ya
de por si uno se pone triste cuando llega el fin de semana y la cartelera museística
está para llorar.
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