Menudo fin del mundo

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Daria estaba desencantada de la vida y el anuncio del inminente fin del mundo la sacudió al grado de sacarla de su marasmo. Ese día, 20 antes del desastre, salió a la plaza, se compró ropa linda, comió un gran spaguethi con albóndigas y bebió una botella de vino tempranillo, entró al cine a mirar una película de zombies que, por efecto del previsto cataclismo mayor, le parecieron ridículos: el miedo que antes le causaban desapareció de golpe. Se desveló viendo tele y comiendo papas en la cama, y recordó a la vecina que le había ofrecido, para su escándalo, un churro; miró por la ventana la luz prendida de su cuarto. Fue en pijama y se quedó a fumar con ella; escucharon música de rucos, de esa que su papá le tuvo prohibido escuchar porque eran ruidos de marihuanos. Amaneció con hambre de lobo y luego de media jarra de café, cinco hot cakes y tres vasos de limonada, destapó una cerveza valiéndole madres que no fueran ni las 11, demasiado temprano para beber y demasiado tarde para ir al trabajo. ¿Quién va a la oficina a hacer qué tontería, cuando el planeta o el cosmos van a desaparecer para siempre? Mejor quedarse, fumar la bacha que le regalo la vecina, quien la invitó a una fiesta de rockeros en un pueblo cercano, e intentar escribir, ahora sí, la pieza que se había prometido cuando dejó la escuela de música para estudiar mercadotecnia, como le exigió su padre. Se sentó al piano y desentumió lentamente los dedos; el efecto de la marihuana la hacia flotar sin tiempo de ida y vuelta al espacio entre las teclas y entonces comprendió el sonido, dibujó las primeras notas y trabajó sin descanso y sin cansancio hasta que vinieron a tocar a su puerta para recordarle el viaje. Hizo una maleta rápida sin maquillajes ni chunches, pero si su grabadora y los cables, cigarrillos y una botella de mezcal que tenía escondida. Rock, mota y más rock y grabaciones porque una banda se la rifaba bien y su melodía tenía un eco de aquella que le rondaba la cabeza desde que cambió las faldas de algodón hindú por trajes sastres. Cogió deportivamente con el baterista y luego regresó a la fiesta donde ahora circulaban pastillas de colores. Probó una y aunque no le desagradó el efecto, no le gustó su sabor amargo. Se dijo: -desde que hago lo que quiero porque ya no importa, prefiero que los sabores que elija sean dulces. Se sumó al corrillo que fumaba hashísh en una pipa de madera con forma de ballena. Volvió a casa y perdió la cuenta de los días mientras llenaba páginas de partituras. Otro músico que conoció en la fiesta fue a tocar para ella la canción que sonaba como la suya. Interpretaron ambas y aunque diferentes, se parecían a esas serpientes que se enroscan para formar una sola. Con ambas formaron una sinfonía para piano y rock and roll: -ah la chingada los cánones, dijeron al unísono mientras tocaban a cuatro manos un piano que acababa de ser bautizado por su primera quemadura de churro. Alguien habló de festejar el fin del mundo, faltaban dos días. Quedaron de hacer una fiesta y Daria cayó en cuenta de la razón de su actual felicidad; vivo, porque sé que el mundo se va a acabar y no vale la pena dejar de gozar ni un pinche minuto lo que queda, sin pedos ni miedos. En esa fiesta, la última, bebería sin temor, bailaría sin ridículo y se iría feliz, pues había compuesto su canción para el último día. Se despertó con dolor de cabeza, se preguntó: -¿on toy, quién soy?, pues no reconoció el lugar ni se acordaba cómo llegó ahí. Era 22 de diciembre.

Hank B.


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