Algo peor que la adultez
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¿Recuerdas
aquella etapa de la vida en la que nuestro cuerpo surgía como una maravilla
desconocida capaz de traicionarnos a la menos provocación? Yo sí.
Era la
secundaria un lugar salvaje. Cualquier aparente e insignificante defecto se
convertía en el pretexto perfecto para hacer mofa sin piedad.
Desafortunadamente eso no lo sabía uno de mis compañeros, quien en medio de la
clase de matemáticas mientras se esmeraba en participar fue víctima de un
desaforado y sonoro gallo que hizo estallar el salón en risas y abucheos
difíciles de olvidar.
¿Cruel?
Sí, ¿gracioso? Por supuesto. En ese entonces pocos se salvaban de los bochornos
causados por la adolescencia. Lo que era peor, siempre había un listo del salón
que se encargaba de bautizar con sobrenombres nauseabundos a todos los alumnos.
De tal suerte que cada día teníamos un colega cuyo apodo aludía alguna de
nuestras muchas secreciones corporales, defectos de nacimiento, o mejor dicho
de fabricación y alguno que otro espécimen animal.
Con las
niñas era distinto; aunque a los 12 años hombres y mujeres parecen repelerse
por una extraña pero tranquilizadora razón, al menos en mi época, los chichos
tenían algo de piedad y en vez de molestarnos con apodos nos jalaban el cabello
y quitaban nuestras mochilas, que comparado con los apodos era casi un acto de
compasión pura. Sin embrago entre niñas la cosa era distinta, no usábamos
apodos tan repugnantes, pero nos encargábamos de sacar a relucir los aspectos
mas penosos de cada una, así teníamos a la gorga, la pecosa, la sangrona
(porque fue la primera en menstruar, sobrenombre que desapareció con el tiempo
por obvias razones) la mimada, la prieta, la ñoña (por inteligente y por
extraño que parezca era considerado algo digno de avergonzarse) etc.
Como era
de esperar yo no pude librarme de los sobrenombres, por suerte mi apodo aludía
a un personaje animado que poseía como yo una voz aguda y chillona: Kisifur.
Ahora pienso que mejor apodo no pude haber tenido porque si alguien me hubiera
tomado de las manos en ese entonces, la historia no sería la misma y yo
seguramente iría mas de dos veces por semana al psicólogo. Sin duda hubiera
pasado a la historia como la manos sudadas, la sudorosa, la manitas o algo
parecido, en fin, ahora quizá no hubiese sido gran cosa, total, se trataba de
sudor en la mano, algo muy normal.
Sucede
que yo era toda un nervio, sudado por cierto. En cualquier momento del día y
sin previo aviso mis manos y mi cara se incendiaban como un carbón al rojo vivo
y nada me tapaba o aislaba lo suficiente. La razón de mi enrojecimiento era muy
simple, casi todas las chicas lo sabemos a los 12 años: mi cuerpo aparecía
frente a mi como una malformación vestida de uniforme azul a la que por más que
le hiciera siempre parecía estar fuera de línea; a ello había que sumarle mi
característica voz, torpe caminar y mejillas desproporcionadas, años mas tarde
también los serían mis pies.
Recuerdo
los nervios que sentía cuando tenía que dirigirle la palabra a algún cliente,
vecino o amigo de mi papá, no se diga saludarlos porque entonces sufría algún
ataque nervioso precedido por el conocido “oso”. Simplemente trataba de no
hablar y en algunos casos ni siquiera respirar.
Ocurrió
un día que mi vecino, mi atractivo y deseado vecino, cuyos ojos claros me
hacían hiperventilar se paró frente a mi con la fija convicción de jugarme una
broma pesada. Aquel momento no duro mucho, pero a mi se me hizo una eternidad
en la que mi garganta se cerró, mi cara enrojeció sin control y una comezón sin
sentido se apoderó de mis axilas. No olvido su risa burlona y mis ganas de
salir corriendo y aunque no recuerdo cómo terminó el asunto, basta decir que
ahora cada vez que veo unos ojos bonitos aproximarse a mi las ganas de huir
regresan irreparablemente.
En
efecto aquello era la adolescencia. Poco me interesaba la economía familiar, lo
mismo que los problemas maritales de mi papá y las alergias de mi nuevo hermano
eran más bien algo gracioso; no se diga de los enfrentamientos bélicos que
entonces como ahora eran el pan de cada día en todo el mundo y el aumento del
precio de la tortilla que por aquellos tiempos era de 5 pesos; nada de eso se
podía comparar con un día en la secundaria o en el vecindario donde vivíamos,
ahí se libraban las verdaderas batallas y ningún defensor contra el “bulling”
salía a protegernos.
Transcurría
el otoño de 1997, por las tardes en nuestro recién adquirido reproductor de cds
yo ponía un disco de Frankie Valli que sepa dios como llegó a la casa y justo
cuando tocaba el track numero 3. Can't Take My Eyes off You,
subía corriendo las escaleras y salía a la azotea de la casa cuya vista daba
entre otros lugares a la casa de mi vecino. Entonces me acomodaba en el filo de
la azotea, balanceaba las piernas como si se tratase de un columpio y
esperaba a que el sujeto de todos mis espasmos estomacales, sudoraciones
descontroladas y suspiros enamorados saliera de su casa y por escasos minutos
me dirigiera alguna mirada.
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