Divinidad y Erotismo en el arte





Vivo sin vivir en mí,

y tan alta vida espero,
que muero porque no muero.

Vivo ya fuera de mí,
después que muero de amor;
porque vivo en el Señor,
que me quiso para sí:
cuando el corazón le di
puso en él este letrero,
que muero porque no muero.

Teresa de Ávila,
 “Vivo sin vivir en mí”.



Semidesnudos, posturas vehementes, miradas excitantes y gestos de éxtasis sexual forman parte, por difícil que parezca, de la dialéctica visual en el arte religioso. Aunque causaron revuelo e inconformidad en la Edad Media y el Renacimiento, dichas representaciones, así como la conjugación de lo divino y lo erótico en el arte religioso, siguen estando presentes en la actualidad. Reflexionar sobre la sacralidad, lo divino y lo erótico en las artes visuales implica voltear a ver un pasado compartido, pues la relación de los espacios físicos y culturales donde convergen dichos conceptos es antigua.

Contrario a lo que se pueda pensar, los museos y las iglesias tienen mucho en común: ambos disfrutan de acumular y mostrar objetos, es decir son fetichistas; ambos generan corrientes de afecto entre las personas y las cosas a las que aporta significados especiales independientes de su uso. Los dos guardan un fuerte vínculo con el poder; en el caso del arte, es la élite quien tiene acceso al coleccionismo selecto y quien suele encargarse de su cotización, algo muy similar ocurre con el clero, las iglesias y todo su aparato eclesiástico, ya que son los grupos de poder quienes establecen las corrientes de pensamiento y paradigmas a seguir; en ambos casos esta relación con el poder está respaldada por los medios masivos de comunicación y la publicidad. El coleccionismo da prestigio, pertenecer a determinado grupo religioso también.

En el antiguo Egipto las tumbas eran pequeños museos donde se guardaban grabados, relieves y elementos que expresaban ideas y concepciones espirituales. Para los griegos la palabra Museion aplicaba tanto para los santuarios consagrados a las musas, como para las escuelas filosóficas o de investigación científica.

Más allá de la sátira que intenta Federico García Serrano en El museo imaginado, el autor logra establece ciertos paralelismos entre el arte y la religiosidad:

 “El arte crea sus propias liturgias , el público profesa ‘actos de fe’ ante las imágenes que cuelgan de las paredes de los museos a veces sin entender nada: el crítico, el historiador del arte asume la función de “sumo sacerdote”, oficia, aun en ausencia, en esta ceremonia en la que hemos convertido a la contemplación de las obras de arte en sus panteones, en sus museos”.

Pero la relación arte-sacralidad, museo-iglesia no se limita sólo al coleccionismo y los espacios. El culto a lo sagrado en el arte, no obstante su valioso pasado, tiene varios sentidos, hace tangible y visible lo intangible e invisible. Sensibiliza a los fieles ante la fe y los pone en contacto con los misterios de lo divino. Un ejemplo de ello es la propagación del cristianismo en la Edad Media, ya que  fue entonces cuando se propició la creación de una iconografía que cumplía con una doble finalidad: didáctica y propagandística, y al mismo tiempo simbólica y representativa de los mundos imaginarios de la espiritualidad.

Es así como la expresión de la fe, de sus paradigmas y dogmas de la vida de Cristo y de  aquellos que siguieron su ejemplo y camino, los grandes mitos bíblicos, los milagros y las creencias sirvieron de base para el desarrollo de un arte figurativo e hicieron de la iglesia una forma de museo público en el que a través de las representaciones materiales se accedía al mundo de las cosas espirituales.[1]

 A lo largo de la historia, tanto los museos como las propias iglesias se han convertido en lugares donde es posible acceder a experiencias divinas, conmovedoras y poderosamente sensuales donde ya sea través de las representaciones de la pasión devota o por medio de la reminiscencia de algunos ritos se estimula el fervor religioso acercándonos a lo sobrenatural.

“El arte se había convertido en imprescindible para la expresión de ese pensamiento simbólico. Los templos de la religión eran también los templos de arte. El museo era también la iglesia y la consecuencia, no podía sino producir el fenómeno de la sacralización, que hizo del arte y del artesano o un artista un intermediario, como el propio clero, entre el mundo de las cosas terrenales y el mundo de las cosas espirituales” [2]

El arte sacro, religioso e icónico son piezas fundamentales para el adoctrinamiento y la devoción católica, sin sus apariciones muchos textos y escrituras importantes para el cristianismo y el catolicismo no tendrían la misma repercusión. Sin embargo, no hay que dejar pasar un punto importante, durante mucho tiempo, la veneración de los Iconos de santos no fue admitida por la Iglesia debido a la influencia del Islam (que no admite ninguna representación de Dios) así como de las conquistas árabes, por lo que se desencadenó una lucha contra las santas imágenes.

Lo anterior es importante porque para la iglesia sólo aquellas imágenes que cubren determinadas recomendaciones y características pueden ser imágenes dignas de admiración ya que son estas las que vinculan de alguna manera lo divino con lo terrenal. Son determinados valores simbólicos y alegorías las que la iglesia considera aliados para su dogma, no obstante en medio de esos valores simbólicos la alegoría del sexo, lo erótico, la pasión carnal y el éxtasis orgásmico forman parte importante y en muchas ocasiones representa un acto deliberado, no por parte de la iglesia sino por parte del artista, lo que le suma un valor aun único a cada una de las esas piezas y abre una gama de posibilidades para su lectura.

Ejemplo de lo anterior son las representaciones de santas y santos, donde sus invocaciones no se limitan a sus arquetipos sino que traspasan las relaciones de poder y violencia mezcladas con la exaltación de la fe, el dolor, sufrimiento y martirio como parte medular del camino a lo divino. En dichas representaciones el acercamiento de los seres divinos con los terrenales trastocó de inmediato el pensamiento y dejó implícito el acceso al resto de los mortales a estados espirituales superiores.

Sin duda, las experiencias místicas eran parte importante de la narrativa visual dentro de esta tradición artística, ya sea como parte del adoctrinamiento o como mero indicio del contacto divino y espiritual que conlleva la devoción. Pero ¿de qué manera aquellas experiencias están asociadas con el eros, la creación y el éxtasis sexual?

Como ya adelantábamos en párrafos anteriores santas y santos adquieren su beatitud gracias a al sufrimiento, el dolor y martirio que son capaces de soportar. La violencia que persigue a quienes dedican su vida al conocimiento y amor a Dios y a la Santa Trinidad es inevitable y muchas veces pareciera ser situaciones deseadas.

Pero ¿por qué la institución dedicada a preservar el amor al prójimo y la paz entre iguales recurre a la violencia dentro de la representaciones de sus iconos religiosos? ¿Por qué los santos e iconos religiosos negaban su sexualidad mientras era exaltada en la liturgia, los ritos sacramentales y en el arte religioso? 
 
Partamos de uno de los puntos medulares de este trabajo: el erotismo. Bataille afirma que en el erotismo hay una prohibición inicial, un interdicto que lo fundamenta y al igual que ocurre con las leyes, dicha prohibición supone la expectativa de ser transgredida. Estos interdictos tienen que ver con que la sexualidad y la muerte teniendo siempre un trasfondo de violencia, atentan contra la paz, el orden y la supervivencia y por lo tanto deben ser acotadas.

El interdicto surge por el hecho de que nacer y morir son actos inducidos por violencia y por tanto son excesivos.[3] Dentro de esta violencia creadora se encuentra la excitación ese "zozobrar" y "perder pie" cuya experiencia asocia Bataille al deseo de morir, pero también de vivir simultáneamente. Esas muestras de desbordamiento violento y excesivo de los límites del cuerpo y del ser pueden ser reconocidos en el rostro de “La Magdalena penitente” de Tiziano, cuyo rictus levita entre la incertidumbre de sus actos, del perdón y el arrobamiento en un dios que le anuncia un nuevo comienzo o  el “San Sebastián” de Guido Reni, donde la gracia divina parece caer en un cuerpo esbelto y bello cuya herida de flecha apenas le ha dañado. “La Beata Ludovica Albertoni” de Gian Lorenzo Bernini es otro ejemplo de ese “perder pie” en un sentido místico.

Bataille señala que el sacrificio diviniza, consagra, por lo tanto la víctima ya es sagrada.
“Una violencia tan divinamente violenta eleva a la víctima por encima de un mundo aplanado, chato, en el que los hombres llevan una vida calculada.”[4] En el entendido de que somos seres discontinuos, es la violencia sublimada en la muerte la que tiene la capacidad de devolvernos nuestra continuidad. Cuando la víctima muere de pronto, a los participantes se les revela lo sagrado. Y lo sagrado es justamente la continuidad del ser, revelada en un rito solemne a quienes prestan atención. Como consecuencia de la muerte violenta hay una ruptura de la discontinuidad de un ser devolviendo a la víctima la continuidad de su ser. Por eso ha sido tan recurrida la pasión de Jesucristo, ya que esta representa justamente el paso del estado discontinuo al continuo y no sólo eso sino que también encarna uno de los mayores actos de amor: enseñar, mostrar el camino. El ofrecimiento de esta imagen doliente y lacerante no es otra cosa que invitar a quienes ejecutaban y observaban la crucifixión a trascender el dolor y liberarse de su carácter discontinuo.


 “Sólo una muerte espectacular, operada en las condiciones determinadas por la gravedad y la colectividad de la religión, es susceptible de revelar lo que habitualmente se escapa a nuestra atención.” [5]

Apunta Bataille que el cristianismo ha ido perdiendo el verdadero significado de la santidad a través de la transgresión, pues el sacrificio como lo conocemos es apenas una reminiscencia de esa práctica. Por muy perturbadoras que sean las representaciones de la crucifixión y el crucificado no se corresponden con la imagen de un sacrificio sangriento y eso se debe a que el cristianismo ve con desagrado y hasta con cierta repugnancia la transgresión de la ley.

En este sentido la transgresión que significa el sacrificio en la cruz se deforma. “No cabe duda de que ese sacrificio consiste en un acto de dar la muerte, se trata de algo sangriento. Es una transgresión en el sentido en que ese acto de matar es, de hecho, un pecado. Es incluso, de todos los pecados, el más grave”. [6] Sin embargo, esta transgresión es un acto deliberado, es el pecado y la expiación al mismo tiempo; y es ese acuerdo de la voluntad lo que hace incomprensible la actitud arcaica para nuestra época causando escándalo y repudio pues no podemos concebir sin desasosiego la deliberada transgresión de una ley que parece santa aunque el sacerdote que celebra el sacrificio de la misa nunca admitirá el pecado de la crucifixión. [7]

Entonces tenemos, por un lado, esta necesidad de cometer la falta y por el otro la lógica del sentimiento cristiano para la que es fundamental el reconocimiento de la transgresión como algo santo y como acto de amor. No está claro porque la Iglesia acepta la crucifixión y otras penas como símbolos de beatitud mientras que este tipo de violencia es considerada como pecado.

La víctima de crucifixión, igual que una mujer en manos de quien la asalta, está desposeída de su ser, habita un cuerpo temporal, pero no se abre a la violencia del juego sexual desencadenado en los órganos de la reproducción, se abre a la violencia impersonal que la desborda desde fuera. [8]

El acto de sacrificio nos otorga un balance, da a la muerte el rebrote de la vida y, a la vida, la pesadez, el vértigo y la apertura de la muerte. Es la vida mezclada con la muerte, pero, en el sacrificio, en el mismo momento, la muerte es signo de vida. Podemos percibir este mismo esquema lo en la cosmovisión hindú, donde  las fuerzas que dan origen a la vida se organizar de tal modo que se logra cierto balance. Brama personifica el poder absoluto para los hindúes, la fuerza creadora, en tanto Vishnú encarna la bondad y es la fuerza preservadora y Shiva la destrucción, es quien organiza y aniquila. Ambas fuerzas coexisten al mismo tiempo, es el movimiento de una o otra fuerza lo que permite la existencia.

Actualmente aunque el sacrificio no forma parte de nuestra experiencia; hemos podido suplirla a partir de la imaginación y no sólo eso, también nos queda la evocación de martirio a través del acto de amor que aunque no todos lo concebimos como el despojamiento de la vida y la muerte al mismo tiempo, sin duda nos lleva a derrumbar los límites corpóreos y penetrar en las profundidades del otro.

Lo que el acto de amor y el sacrificio revelan es la carne. El sacrificio sustituye la vida ordenada del animal por la convulsión ciega de los órganos. Lo mismo sucede con la convulsión erótica: libera unos órganos pletóricos cuyos juegos se realizan a ciegas, más allá de la voluntad reflexiva de los amantes. A esa voluntad reflexiva la suceden los movimientos animales de esos órganos hinchados de sangre. Una violencia, que la razón deja de controlar, anima a esos órganos, los hace tender al estallido y súbitamente estalla la alegría de los corazones al dejarse llevar por el rebasamiento de esa tormenta.[9]

El coito, como el sacrificio, es un momento de crisis del aislamiento. Sólo cuando se esta a punto de desfallecer se logra reflexionar sobre la conexión entre uno y el todo; sólo cuando se esta a punto del éxtasis sexual se tiene conocimiento del todo a través del otro. Ambas actividades cuestionan el sentimiento de si como sujeto aislado y a parte.

En el arte contemporáneo existen muchas las representaciones de santas y santos cuyas expresiones recuerdan este cuestionamiento al ser aislado que simulamos ser; se trata de la construcción de caminos conducentes a la transformación del cuerpo y del espíritu. De la apropiación del dolor y la agonía de quienes sucumbieron ante el acto revelador del hijo de Dios. Más allá de las contrariedades que la Iglesia y la religión puedan tener frente a su propia filosofía es posible contemplar a través del arte que derivó de este pensamiento ciertos detonantes de la reflexión sobre la vida, la muerte y su inevitable ciclo, de los pesares de estar condenado a una vida perecedera en la que la separación corpórea y espiritual que hemos sufrido desde el principio como humanidad nos aparta del verdadero goce.

La construcción de estas representaciones se ha transformado con el paso del tiempo y la geografía. En América Central, por ejemplo, la evangelización puso en contacto  dos pensamientos muy distintos. Los primeros evangelizadores trataron de eliminar toda muestra de sincretismo, prohibiendo la idolatría a los dioses y figuras de poder existentes hasta la conquista. La prohibición del las lenguas indígenas, así como del seguimiento a sus tradiciones, celebraciones y rituales, hizo que estas expresiones sufrieran cambios importantes, si bien no fueron totalmente eliminadas.

La representación de los iconos religiosos han sido intervenida, revalorada y resignificada a partir de distintas miradas y reflexiones, aunque mantiene intacto su espíritu y sentido al ser importados y después representados y manufacturados en la propia América Central. Ejemplo de ello es “La Cabeza de Bautista” del artista chiapaneco Reynaldo Velázquez (figura1) una pieza de talla directa sobre madera de dimensiones similares a las de una cabeza humana de proporciones normales. Se trata de la cabeza cercenada de Juan el Bautista, a quien Jesús consideraba como el más grande entre los hombres, aunque el más chico en el reino de los cielos es mayor que él. La pieza deja fuera toda leyenda y acompañamiento alusivo a su decapitación, así como detalles físicos como el cabello o barba, características que casi siempre han acompañado a este personaje dentro del arte religioso. Carente de base que no sea de su propio material, la cabeza cercenada de Bautista por sí sola emerge en el espacio para exhalar indefinidamente su último aliento. Parece como si de pronto todo el público fuera Salomé viendo, como quien ha hecho una travesura mortal, el rostro inerte de Bautista.



  
Fig. 1. Reynaldo Velázquez, “Cabeza de Bautista”, 1993 Talla directa en cedro rojo, 22 x 22 x 26 cm.




                      

Fig. 2. Arturo Rivera. Acrílico. S/D. www.arturorivera.net











Fig. 3. “Bautista”. Reynaldo Velázquez
Temple sobre lino en madera, 27x40 cm.

  
Fig.4. “Oh la saeta al cantar”.
Javier Orozco Palavicini Zebadúa1993
1999. Óleo sobre madera 19x28 cm.



Otra pieza que nos habla del mismo personaje pero en otro tipo de soporte es la creada por Arturo Rivera (figura 2) se trata también de la cabeza degollada de Juan Bautista está vez dispuesta en una bandeja dorada. El rostro descansa casi de perfil en la charola. Los ojos abiertos recordando la expresión de los últimos instantes de vida, el iris gris aludiendo quizá al vacío de alma, la perdida de vida; la mirada ya vacía de todo espíritu mirando hacía arriba donde le encuentra una lirio blanco que evoca la pureza, inocencia y virginidad cualidades que le acompañan hasta su último instante de vida y aún más allá. Le guarda también una aureola dorada como símbolo de su santidad y elevación al reino de los santos. Los labios abiertos en una mueca que encarna la última exhalación. Llama la atención que el rostro aun mantiene el color de la vida, los labios por ejemplo mantienen su ligero tono rosa igual que las mejillas. La falta de sangre y órganos internos expuestos recuerda lo que mencionaba Bataille sobre la violencia. La inexistencia de esta característica puede deberse a que el cuerpo queda liberado de todo dolor y sustancia que lo identifique con el después del éxtasis místico.

A diferencia de las representaciones anteriores del Bautista, la pieza del mismo nombre de Reinaldo Velázquez ( figura 3), esta vez al temple, expone un Juan Bautista más juvenil. La forma en que es expuesto el rostro ubica al espectador a pocos centímetros de la víctima de los deseos de Salomé. Se trata de un cara a cara con la crudeza de aquel crimen; sin embargo, hay algo entre la exaltación de la lívido y la mística de la muerte en aquella expresión que nos hace mantener la mirada. Los ojos a punto de cerrarse y la boca entre abierta nos recuerdan el rostro del agotamiento extremo como si acabara de librar una batalla más allá de lo que allí se muestra. Los labios aun mantienen su color y se han manchado de sangre, la misma sangre que fluye sobre una charola brillante que bien podría actual como una aureola invertida.

Otra pieza que nos habla del sacrificio, la violencia y el erotismo es la de “Oh la saeta al cantar” de Javier Orozco Palavicini (figura 4). Se trata de un óleo cuya paleta de colores se define por aquellos que componen el trópico chiapaneco, al igual que la flora que enmarca el personaje que ocupa el lugar central. El título de la obra describe con toda precisión el contenido de la pieza: la resemantización de San Sebastián, antiguo mártir cristiano que mantuvo su fe hasta el último momento, desencadenando el castigo de ser martirizado con una lluvia de saetas directa hacia su cuerpo. En el cuadro la figura de San Sebastián es ocupada por un joven robusto y viril que permanece de pie con las manos atadas a un árbol de papaya del cual cuelgan los frutos, uno de ellos sugerentemente maduro y colorido. El cuerpo del hombre se encuentra atravesado por varias flechas causando heridas visiblemente sangrantes. El rostro no obstante no encaja con uno sufriente, por el contrario se encuentra extático y sumido en una emoción un tanto ambigua entre el dolor y el goce. Llaman la atención el pene, el color y la apostura en que esta pintado, así como el árbol de papaya y lo que este denota para el trópico americano y caribeño.

Las obras citadas en los párrafos anteriores nos hablan de lo divino, la mística sexual y la violencia que en forma de tortura conceden la ascensión al mundo de los cielos. La tortura es el sufrimiento ejemplar, la purificación del pecado y la consagración a la fe católica. Ya sea por convicción o amor devoto, el sacrificio y la autoflagelación revelan en estas obras, que bien valen la pena dichas pasiones aun cuando la carne esté de por medio.

También representan una manera más de lavar el honor de refrendar una verdad. Mientras menos se oponga fuerza a dichas torturas más elevado el espíritu. La mutilación, el dolor desgarrador y la tortura son reveladores del espíritu diáfano, inmaculado, verdadero y divino que reside dentro del cuerpo lacerado que es en aquellos últimos instantes de vida en los que descubre en los ojos del torturador la real pulsión de la humanidad.

Se trata de rostros hieráticos con miradas absortas en el interior del cuerpo martirizado. Labios, en la mayoría de los ejemplos citados, entreabiertos como dispuestos a verter en el aire el ultimo aliento. Son cuerpos que manan en sus últimos instantes de vida todo el fulgor de sus años juveniles, como si en aquellos momentos la eternidad le devolviera el tiempo arrebatado y entregado a su pasión. En aquellos rostros a pesar del inminente final fatídico persiste el gesto lascivo que mantiene los labios húmedos y la piel rosada, receptora más que nunca.

Aquí lo divino es visto como la fuerza creadora que trasciende las capacidades humanas como una condición de comprensión, de conocimiento con acceso a las verdades primigenias, lo erótico como la fuerza destructora, violenta y latente en el ser humano que facilita a través del éxtasis místico a ascensión a la eternidad. Quien observa estas imágenes puede mantener una mirada ambigua y ambivalente pues se encuentre frente al dolor y  el deseo como un goce místico que equipara la muerte con el orgasmo y nos devuelven nuestra continuidad.




[1] García Serrano, Federico. El museo imaginado : Base de datos y Museo Virtual de la Pintura Española fuera de España. Gráficas Roma, Biblioteca Digital de Aranjuez, 2000. p. 5
[2] García Serrano, Op. Cit. p. 6
[3] Bataille, Georges. El Erotismo/ Georges Bataille; Tr. Maria Luisa Bastos. Buenos Aires : Sur, 1960. p. 59
[4] Bataille, Op. Cit. p. 60

[5] Ibidem. p. 61
[6] Ibid. p. 66
[7] Id. p. 66.
[8] Id. p. 67
[9] Id. p. 68

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