Vejez

 La vejez es para muchos el punto de regreso, la última escala, el estado menos deseado. Quizá porque el cuerpo llega desgastado o porque los sentidos ya no distinguen igual. Cualquiera que sea la razón, todos nos dirigimos a la ancianidad, a ese estado en el que existe mas camino andado que por andar. Algunos alcanzan la vejez prematuramente, mientras que otros mueren sin haberla conocido.
Más allá de los achaques de la edad avanzada de las personas y en las cosas, hay algo secreto y poético en el paso del tiempo. Los edificios derruidos, las chapas desgastadas, los cristales rotos, los muebles empolvados. Las ventanas oxidadas, el suelo desgastado, la pintura corroída. La piel enjuta, los huesos encorvados, la mirada perdida y trasparente. Son como cajas del tiempo que guarecen lo mas importante a pesar de su aparente desgaste. A esos objetos, a esas personas solemos recurrir los enfermos de melancolía, para saber un poquito más sobre los días en que ni nacíamos, pero sentimos como si fueran parte de toda nuestra vida. Por eso mi vista recorre con cariño y curiosidad las puertas antiguas, aquellas que resisten el paso de los aguaceros, del sol de medio día, umbrales de épocas pasadas, orinaderos de perros y borrachos.
Me detengo a escuchar los muros de bajareque, ellos hablan un lenguaje apenas reconocible. Parecen locos a media calle, despeinados, manchados y andrajosos que toman el sol, la lluvia, las palabras sin sentido de la gente, algún gesto amable, alguna sobra. Pero ellos no se derrumban, como locos, los muros viven aliados con el monte,  la hiedra que de a poco los va arropando, las palomas que cuidan su sueño.


Perfidia

Va.


Va.

Bahareque.

La luz.

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