Como en feria


La primer feria que conocí fue la de Chapultepec, aunque comparada con otras, de feria sólo tiene el nombre, porque ningún parecido guarda con las que van de pueblo en pueblo, en las que además de juegos hay conciertos, palenques, grandes comilonas y fiesta hasta la madrugada. Hay que aceptarlo, la antigua feria de Chapultepec era algo recatada.

Pese a que mi experiencia con las ferias no ha sido muy prolífica, he tenido la oportunidad y el arrojo (hay que ser audaz para aguantar cientos de pisotones y empujones) de experimentar la energía que mana de la multitud excitada, frenética y borracha mientras baila al compás de alguna guaracha sabrosona. He de confesar que aunque no soy fan  de los baños de multitud, las garnachas y el ruido ensordecedor, caminar en medio de la algarabía y las luces multicolores me estremece.

En un solo lugar se reúnen todos los éxitos musicales si no del mundo, al menos de nuestro continente; grandes juegos mecánicos que provocan vértigo, terror y de los cuales no quiere bajarse la gente una vez arriba,  así como juegos de azar que nos seducen con una sola palabra: suerte. Durante la feria todo, excepto matar, está permitido. Mujeres semidesnudas contoneándose por una cerveza, parejas a punto de turrón, padres cumpliendo todo tipo de caprichos a sus hijos, borrachos aquí y allá meneando los puños como si se tratara del box, rateros en fachas y bien vestidos coqueteando con señoritas “decentes”, comida y bebida abundante, así como cantantes entonando sus mejores éxitos aunque sea en play back.

¿Pero de dónde salió la idea de semejante juerga que hace que la gente lo abandone todo con tal de estar ahí en medio de la multitud, de la música estrepitosa, del polvo, la basura y los empujones a todo lo que da?

No hace mucho grandes verbenas eran celebradas en torno a dioses,  ciclos agrícolas, fertilidad, muerte, vida, guerra y nuevos gobernantes. En aquellos festejos era común ayunar por días, consumir repetidamente determinados alimentos así como el sacrificio de esclavos, niños, niñas y funcionarios de alto rango que no cumplieran con su trabajo. El desollamiento y la autoflagelación eran actos que sin duda le daban cierta religiosidad y expiación al asunto. En aquellas pachangas no sólo estaba permitido matar, sino que era una especie de obligación y por supuesto había quienes estaban prestos a perder la vida con tal de alegrar al dios en cuestión. Entonces todos sabían que la vida y la muerte eran transitorios y tarde que temprano llegarían al inframundo por lo que miedo miedo, lo que se dice miedo a morir no parecían tener.

En aquellos tiempos los sacerdotes además de ser el enlace con lo divino también mantenían cierta amistad con el mundo de los muertos y así como mandaban recolectar piedras preciosas para los dioses también mataban, degollaban y comían corazones, sin duda el perfil benevolente de los jerarcas religiosos actuales nada tiene que ver con ellos.

La música, los adornos de vivos colores, las caras pintadas, los bailes alrededor del altar, la repetición continua de palabras con el objeto de alterar la conciencia lo mismo que el consumo de plantas y resinas que nos conectaban con el mundo natural eran parte de aquellas celebraciones en las que seguramente el sexo jugaba un papel importante.

Muy pronto nos olvidamos de nuestro pasado antropófago, brutal y profano, dejando a la muerte para los hospitales y cementerios. Aquellos sacrificios y rituales sanguinarios hoy nos parecen actos horrorosos, propios de seres poco evolucionados o enfermos. En ningún momento nos detenemos a pensar en su significado y usos prácticos. Pienso por ejemplo que el sacrificio durante las fiestas y carnavales servía para mantener equilibrada la taza de crecimiento poblacional el resto del año, para hidratar el subsuelo y terrenos de cultivo con hierro y que esté estuviera listo para la siembra; proveer de alimento al pueblo durante hambrunas o guerras, y el mas importante, ser una válvula de escape, es decir, durante los festejos se mataba para no matar el resto del año y distraer al pueblo de sus deberes ordinarios. El carnaval era la ocasión para de una buena vez matar hasta saciar nuestra sed se sangre y violencia, porque hay que decirlo, el ser humano tiene por añadidura y como legado de nuestro pasado homínido un instinto ligeramente salvaje. Por otro lado también se trataba de ser uno con la muerte, observarla y entender que también a ella nos debemos. Por eso sospecho que nuestras culturas originarias tenían un sentido menos desapegado de la vida y por eso mismo la visión de la muerte no era tan nefasta y terrible como lo es en estos tiempos.

¿Y que nos queda ahora? Cantidades bestiales de bebidas alcohólicas ligth, comidas congeladas y saturadas de grasa y colesterol, pastillas y demás sustancias salidas de no sé donde que no son más que una imitación barata de los viajes que nuestros ancestros emprendían con sus plantas y cantos. Música revolcada una y otra vez que ya no dice nada, manufacturas de China en todos lados vendiéndose como artesanía. Artefactos mecánicos que sin más nos inducen al pánico y la excitación de un solo jalón. Juegos tramposos que premian la credulidad de la gente con peluches de Mikey Mouse. Confieso que todo esto me da la impresión de que las actuales ferias no son ni la pálida sombra de lo que fueron nuestras antiguas fiestas. Hoy el pretexto para festejar un carnaval o feria no es más que la llegada de un grupo musical conocido y la visita de algún gobernador. Es el consumo de cosas, alimentos y bebidas lo que hace de estos jolgorios algo atractivo. Un lugar y un momento apto para entrar en el anonimato que una feria es capaz de proveer y desquitar un año de trabajo y sueldos ahorrados.

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